A medida que pasaba el tiempo, una y otra vez salpicado por mis vueltas a su Historia, empecé a experimentar hacia él un sentimiento de cordialidad, incluso de amistad. Me resultaba difícil prescindir ya no tanto de su libro como de su persona. Un sentimiento complejo que no sabría describir fielmente, pues se trata de sentirse próximo a alguien a quien no conocemos personalmente y que, sin embargo, nos cautiva y atrae con una actitud hacia los otros y una manera de ser tales que allí donde aparece enseguida se convierte en germen de una comunión entre los hombres, en ese fermento que la crea y cimenta.
Heródoto es hijo de su cultura y de ese clima de buen talante hacia la gente que ésta se ha forjado. Es una cultura de largas y hospitalarias mesas, a las cuales, en tardes y noches cálidas, se sientan muchas personas juntas para comer queso y aceitunas, tomar vino fresco y hablar. Ese espacio abierto, sin paredes que lo limiten, en la orilla del mar o en la falda de una montaña, es precisamente lo que libera la imaginación humana. El encuentro brinda a los contadores de historias una oportunidad para lucirse, para improvisar torneos espontáneos en los que acaban llevando la voz cantante aquellos que saben contar la historia más interesante, relatar el acontecimiento más extraordinario. Los hechos se mezclan con las fantasías, se confunden los lugares y los tiempos, nacen las leyendas y los mitos...
El taller del griego, p. 201
Viajes con Heródoto, Ryszard Kapuscinski (traducción de Agata Orzeszek) Ed. Anagrama, 2006
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