lunes, noviembre 16, 2009

Samuel Johnson, Viaje a las Islas Occidentales de Escocia, KRK Ediciones (2006), edición y traducción de Agustín Coletes Blanco

Lo que no puede hacerse salvo trabajosa o complicadamente tiende a dejarse. Lo incómodo de las ventanas escocesas hace que nunca se abran. Nuestros vecinos del norte aún no se han planteado la necesidad de ventilar las estancias, y no es de extrañar que el visitante, incluso en casas de buena traza y elegante mobiliario, suspire en ocasiones por un poco de aire fresco.
Fijarse en estas minucias parece detraer algo de dignidad a la palabra escrita, y en consecuencia no se mencionan sino con cierto escrúpulo y recelando desaires y menosprecios. Pero hay que recordar que la vida no consiste en una serie de hechos ilustres o goces donosos, y que pasamos la mayor parte del tiempo atendiendo a nuestras necesidades, cumpliendo con nuestros deberes diarios, solventando los problemas de poca monta, procurándonos pequeños placeres. Y que nos encontramos a gusto o a disgusto según si nuestra vida discurre apaciblemente o si, por el contrario se altera a menudo con estorbos e impedimentos. El verdadero estado de las naciones es el estado de la vida diaria. No ha de buscarse el civismo de un pueblo en los grandes centros educativos o palaciegos, donde el carácter nacional se difumina y desdibuja por los viajes y el estudio, por la filosofía o la vanidad; ni tampoco hay que evaluar la felicidad pública por las fiestas de los disipados o los banquetes de los ricos. La inmensa mayoría de la gente no es ni rica ni disipada; al pueblo en su conjunto hay que buscarlo en la calle, en las aldeas, en los talleres y en las granjas; y de él debe tomarse nivel de la prosperidad colectiva. Una nación se va perfeccionando a medida que el pueblo accede a lo exquisito, y en el momento en que se multiplican las comodidades, es cuando a una nación –al menos a una nación comercial—se la puede llamar rica.