domingo, junio 20, 2004

Cada vez que pienso en cuantas cosas divertidas he llegado a rechazar por prejuicio, porque la persona que me las recomendó no me pareció que compartiese mis gustos, o porque me parecieron impropias, me reafirmo: no hay que renunciar a hacer lo que nos plazca, así sea lo más chiflado o lo más vulgar.
Y es que la férrea dictadura de no seguir las convenciones, de ser diferente (según las normas, claro) es una pesadez, un obstáculo a la diversión y el entusiasmo. Me niego a aceptar normas sobre comportamientos y gustos. Y me niego a justificarme porque, a veces, disfruto de productos de consumo vulgares, no leo las novelas "imprescindibles", y me atiborro de series televisivas que me apasionan.
Cada cual que haga lo que le parezca, sin más explicaciones. Bailemos en los pasillos del supermercado, veamos películas horrendas, vamos a reírnos de las vacas sagradas y tirarles verduritas para que las coman.

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